En un contexto de problemas sociales, violencia y muertes llevadas al estadio, el fútbol colombiano necesitaba soluciones. En el año 2000, el Padre Alirio inició un proyecto de convivencia, debate y talleres donde reunió cara a cara a los líderes de las barras más peligrosas de Bogotá. Logró desarmarles, darles oportunidades y re-interpretar la cultura del fútbol. Su ‘Goles en Paz’ representa el intento más exitoso y ejemplar frente a los que quieren convertir la pelota en su arma de guerra. “El fútbol es la única religión sin ateos”.
Como quien se juega todo a una carta ganadora. Como quien apura todo al rojo con el puño apretado. Como quien apuesta hasta el coche nuevo rezando a los cielos. Había que jugársela. Miles de coches, centenares de motocicletas, camiones en mitad de la calzada, una espantosa acumulación de agua estancada en mitad de la autovía y constantes semáforos estropeados en cualquier esquina. Pero había que pasar por esa calle sí o sí. Lanzarse a la suerte de un cruce de tráfico en Bogotá, debería ser computable con la medalla de oro en saltos de trampolín olímpico. Indescriptible. Es más sencillo acabar ganando el metal más preciado del planeta en la práctica más respetada, que intentar abrirse paso en el manantial de ruidos, golpes, gritos y algún que otro malhumorado que puede salir corriendo a tu paso. Y si la misión en este caso era acceder a la calle principal del estadio El Campín a dos horas del inicio del Clásico Bogotano entre Millonarios y Santa Fe, la odisea era… casi imposible. Se consiguió con paciencia y ayuda policial para quienes íbamos a cubrir un reportaje especial rodeado de grandes personajes que acudían a disfrutar del evento.
Pese al caos absoluto y después de haber vivido en primera persona la semana del partido más importante del fútbol en la capital colombiana, puedo decir sin duda, que dentro, en el estadio, nunca vi un público, un ambiente o un sentimiento parecido en todo el mundo. Un colorido que viste cada butaca de impulsos a su equipo, un desconsuelo devastador cuando caen goles rivales y un éxtasis atronador cuando las redes acogen la pelota de los tuyos. “No paran ni un instante. Es increíble. No puedo ni escucharte”. Esas son las pocas palabras que recuerdo haber repetido hasta la saciedad en los noventa minutos de aquél partido porque era absolutamente imposible pronunciar cualquier otra ante el constante apoyo, ánimo y cánticos de los diferentes grupos de aficionados dispersados por el estadio. No sorprende recordar que allí se batió el record del tifo más grande de la historia del fútbol (que bordeó de punta a punta el estadio y recibió el nombre de ‘Anaconda’). Era cierto. Era único. Una forma de ser, de vivir, de soñar. Tan importante para ellos era la representación de una victoria ante el máximo rival, como disfrutar de una derrota de mismo semanas más tarde. Quieren ver perder al vecino y se empeñan en ello con todo el pulso que tienen. Era una fiesta del fútbol en toda regla. Quedé fascinado. Bogotá es fútbol puro llevado al corazón, a la personalidad, al arraigo y, desde luego, al límite de lo pasional. Como Cali, como Medellín, como Barranquilla… toda Colombia es fútbol.
Entre tanta animosidad, nunca faltó una lastimosa ‘cara B’. Pese a las reticencias y muy desgraciadamente para un deporte que le aporta tanto, el fútbol colombiano arrastra una interminable lista de caóticos recuerdos con nombres y apellidos que ya no están. El sentimiento patrio que absorbe por completo a cada ciudadano cafetero cuando su selección entona el himno nacional, es una muestra absolutamente clara de la fuerza con la que se asumen las cuestiones que uno considera propias, en este país. No hay nada igual. Ese día, Colombia es amarilla. Pero amarilla en la calle, en el taxi, en la oficina, en el banco… (lo he podido comprobar). Es cierto que existen diferencias sustanciales entre un sano nacionalismo y el patrioterismo básico de quienes sí avergüenzas al resto, pero queda demostrado a gran escala con el ‘equipo de todos’, que al final el sentimiento de ilusión, esperanza y lucha, queda reservado a símbolos elementales: una bandera, un escudo, un himno, unos colores determinados… No es exclusivo de Colombia el cariño y amor a la patria, desde luego, pero sí es allí donde lamentablemente ha quedado demostrado cómo un símbolo, un simple elemento que te une respecto a millones de símiles en torno a un deporte, es capaz de resumir todo aquello por lo cual muchos están dispuestos a matar. Ejemplos constantes. Los más bruscos y difíciles de analizar, los que se amontonan durante los partidos de la selección cafetera. Durante los cuatro partidos que ganó Colombia en el Mundial de 2014, se presentaron una veintena de muertos. Además, numerosos heridos en más de 3.000 polémicas callejeras. Un hecho, por desgracia no aislado, que suscita una honda reflexión ciudadana.
Si en una celebración nacional, la ilusión acaba con caos, mucho más sencillo es asumir que semana tras semana en los campeonatos ligueros de cada ciudad, comarca o picadito de barrio, se agolpen personajes que alimentan estos desastrosos acontecimientos. Personas capaces de matar. Matar por el que no va al mismo estadio que tú. Matar por el que no viste como tú. Matar por el que no alienta al que tú. A matar, simplemente, por tener los mismos ideales que tú (pasión, esperanza, alegría…), pero con diferente corazón-destino-jugador. Todo, basado en la intransigencia, intolerancia, insolidaridad, irracionalidad y violencia. Y todos, amparados por estamentos incapaces de contemplar su ausencia definitiva de este mundo y excusándose bajo la enormidad de un fútbol que se siente decepcionado. “Esos no me representan”, grita desconsolado. De vez en cuando, algún alma caritativa se asoma, le ve dolido, enfermo e intenta levantarlo. En la alocada Bogotá y en la pasional Colombia, quien más luchó por separar fútbol de extorsión, muertes de estadios y pasión de violentos, fue, es y será el Padre Alirio.
Él, llevó su experiencia a la pelota para separarla de quienes la usan como vehículo de sus problemas. Él, como todos, solo quiere disfrutar de ‘Goles en Paz’
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